martes, 12 de octubre de 2010

Laberinto. Parte 1

Próxima parada, la biblioteca de mi oscuridad. Veamos que puedes encontrar entre sus viejas estanterías... Hay manuscritos olvidados cubiertos por el polvo que contienen conocimientos terribles...

Bienvenida...

Laberinto
Parte I
La Biblioteca


El antiguo edificio le parecía majestuoso. El exterior estaba sostenido por ocho columnas de estilo romano.
Desde lo alto de la fachada, unos rostros angelicales tallados en la piedra observaban a los transeúntes con ojos severos; en la base de las columnas, unos demonios de terrible expresión sostenían el peso del edificio sobre sus espaldas.
Estaban tallados con tal nivel de detalle que daba la impresión de que pudiesen saltar sobre una en un momento de descuido.

Sobre el portón de madera había una inscripción en latín “Scientia est vehementer nostros qui potest sanitatem” y una escena que representaba el purgatorio de Dante. Centenares de almas torturadas por sus pecados en vida.
Una placa en bronce rezaba “Biblioteca municipal”. En un pequeño cartel en la puerta se podía leer “Guarden silencio, gracias”

Hoy tenía la tarde libre. Sus amigos se habían marchado a pasar el fin de semana de campamento en la costa. Así que decidió entregarse a uno de los placeres más sencillos de los que disfrutaba desde su niñez.
Le encantaban los libros. Su sueño era poder tener algún día una habitación entera dedicada a ellos. Con infinitas obras esperando pacientemente en las estanterías para contarle sus historias.
Sus favoritos eran los de fantasía y misterio. Lamentablemente, en este momento no disponía de dinero para adquirir algún libro, así que pensó en pasar la tarde en la enorme biblioteca. Con la esperanza de encontrar alguna historia con la que pasar el fin de semana. Un relato que consiguiese evadirla durante un tiempo de pensar en nada más...

Entró en la vieja biblioteca.
Como siempre, lo primero que atrajo su atención fue el silencio. Era tan sobrecogedor, tan sobrenatural... El tiempo, tan extraño fuera, tan agitado, aquí dentro parecía transcurrir de otro modo. Mezclándose con los rayos del sol que se filtraban por los ventanales, se podían apreciar las minúsculas motas de polvo flotando en el aire. Olía a historia, a antigüedad y a libros, ese aroma tan especial que no se puede relatar.
Se acercó poco a poco al mostrador de la bibliotecaria. Una mujer mayor, delgada hasta el extremo de poder percibir los huesos de sus brazos y las venas verdosas en sus manos. Manos suaves de bibliotecaria, adornada con un pequeño anillo de plata con una amatista con un profundo color morado.

Sobre el mostrador, había una placa con el nombre “Sra. Mª Ana Amat” La señora Amat alzó los ojos del montón de documentos en los que estaba atenta. Contempló a la joven tras sus sencillas gafas de pasta y sonrió. Una sonrisa automática, fría, que no llegó a sus ojos. Tenía el cabello rojo y fino, teñido y permanentado para dar la sensación de ser más joven, no lo lograba. Sus fríos ojos castaños estaban rematados con unas profundas arrugas y el peso de sus pendientes de perlas hacían que los lóbulos de sus orejas se estirasen más de lo aconsejable.

- Buenas tardes – Su voz era de un tono grave, autoritario. Los años que llevaba trabajando en la biblioteca, le habían servido para aprender a modular la voz. De tal modo que se hacía entender a la perfección sin necesidad de alzarla. - ¿En que puedo ayudarla?

A la joven no le gustaba la bibliotecaria. Pudo ver sus dientes, irregulares y amarillentos, dientes de vieja, manchados y terribles. Sus labios, pintados de un rojo carmín demasiado intenso, no ayudaban a mejorar su imagen.

- Vengo a recoger mi carné de biblioteca. Me lo hice hace un par de semanas y no he podido venir a buscarlo antes.

Habló en voz muy baja. Intentando respetar el silencio que habitaba en el lugar. Como si temiese perturbar de algún modo el descanso de una criatura que estuviese durmiendo en su interior.

- Dígame su nombre, por favor.

La muchacha respondió a su pregunta y la señora Amat buscó en un archivador por la primera letra de su apellido. Sacó una pequeña tarjeta con el sello de la biblioteca, una foto de carné de la joven y sus datos.
Se la entregó. En la parte de atrás, se podía leer un listado de la normativa de uso de la biblioteca y los plazos para devolver los libros en préstamo. La guardó en su cartera que volvió a colocar en su sitio en el bolsillo trasero del pantalón.
Dio las gracias a la bibliotecaria y se encaminó hacia el panel de información donde estaban detalladas las secciones en las que se repartían las obras.

La vieja biblioteca era un edificio de dos plantas. Un laberinto de conocimiento donde perderse; En la parte central había una mesa grande donde poder leer tranquilamente. De una manufactura exquisita, tallada en madera de roble y barnizada para mantener la madera en perfecto estado. Las sillas, hechas con el mismo material, estaban tapizadas con cuero negro y resultaban muy cómodas para su propósito.

Meditó un momento el tema sobre el que le gustaría leer.
Tenía claro que no quería ninguna novela romántica, ni nada demasiado complejo. Sus ánimos no le permitían centrarse en algo así.
La última historia que leyó era un tema fantástico. De modo que decidió dirigirse a la sección de misterio, a ver si podía encontrar algún libro de King, o Poe, sus autores favoritos.
Los libros de ese tema se encontraban en la parte más alejada de la biblioteca.
Tras pasar un arco gótico rematado con una cabeza de demonio que sonreía con una extraña mueca. Su mirada le recordó a la de la señora Amat.
Grabado en la piedra, bajo la amenazadora cabeza de demonio se podía leer “Cura prater... Nulla optatis animam” resultaba poético.
Un hombre cruzó el arco, saliendo de la “sala del misterio” como le gustaba llamarla. Tenía la piel pálida y la mirada perdida, el sudor cubría su frente, lucía una espesa y descuidada barba y cojeaba de la pierna derecha.
En sus manos sostenía un ejemplar forrado en cuero. No pudo leer el título, parecía un libro bastante viejo.
El hombre pasó por su lado, apartándola con el codo y sin dirigirle ninguna palabra de disculpa. Siguió su camino a donde sea que quisiera ir.

Entró en la sala. Hacía frío y la luz era menos intensa que en el resto de la biblioteca. Parecía que se hubiese hecho con la intención de condicionar a los amantes de ese tipo de historias. Felicitó para sus adentros a quien se le hubiese ocurrido la idea.

La sala era muy grande. Sus pasos sonaban apagados en el suelo de madera. Las paredes, revestidas de piedra, no tenían ningún tipo de adorno.
Había dos asientos cubiertos por el polvo, como si nadie se hubiese sentado en ellos durante años.
Los estantes, repletos de libros, se flexionaban ligeramente bajo el peso de estos. En los laterales, estaban marcadas las iniciales de los autores para que fuese más fácil la búsqueda.
Primero se dirigió a la K esperando encontrar alguna novela del rey del terror. Las pocas que encontró ya las había leído, eran geniales, pero buscaba alguna historia nueva. Personajes desconocidos para ella con los que poder compartir su vida durante un rato.
Buscó en la P, pero no encontró nada que le atrajera.
Desanimada decidió salir de la sala cuando una estatua le llamó la atención. No se había fijado en ella al entrar. Estaba segura de que no se encontraba allí momentos antes. Era una figura de un hombre con los brazos levantados, como queriéndose proteger de algo. A su lado, sobre una pequeña mesa, se anunciaba en un cartel un escritor del que nunca había oído hablar.

Se acercó a la mesa.
En el cartel había una imagen del escritor. Era un joven de pelo largo. Con una mirada inquietante de ojos verdosos. Su expresión era seria. Toda la vida de la imagen se centraba en los ojos, parecía que mirasen directamente al alma.
Daba escalofríos.
Su nombre debía ser una especie de apodo, sonaba a inglés o alemán, el cartel anunciaba su nueva obra de nombre Laberinto.
La joven sintió curiosidad, buscó en la estantería que tenía la letra W. Allí encontró varios ejemplares del mismo libro encuadernados en cuero. Había un espacio entre los libros. Supuso que ahí estaba el que se llevó el maleducado que había salido de la sala.
En el lateral simplemente ponía Laberinto en letras plateadas. Se trataba de la primera edición, no había ninguna dedicatoria, ninguna reseña sobre el escritor.
En la primera página pudo leer lo siguiente:

“Se sentía sólo, desamparado, con ganas de gritar ante el mundo con todo su dolor. Pero, de algún modo, sabía que por mucho que gritase pidiendo ayuda, nadie acudiría en su auxilio. Nadie podía sacarle de ese pozo de tinieblas en el que se había convertido su vida.
Desde la muerte de su mujer, todo había ido cuesta abajo.
Perdió su empleo, sus amistades y todo lo que había luchado una vez por conseguir se esfumó en el recuerdo.
Ahora Jhon, era poco más que un muerto viviente.
No se sentía estimulado por nada. Ni tan siquiera el alcohol, o la droga a la que se había entregado cuando todo se fue a la mierda le hacían efecto.”

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